
Según la información oficial que publica el sitio web de los fiscales penales de Salta, la sanción disciplinaria de «cesantía» impuesta a Dantur es la culminación de los procedimientos administrativos sancionadores (sumarios) iniciados contra él, que se han resuelto -siempre según la información oficial- «en los términos de la Ley Orgánica del Ministerio Público y de su Reglamento General».
Pero de la redacción de esta valiosísima pieza informativa surgen algunos elementos que permiten afirmar que, más allá de la justicia intrínseca del acto de cese (es muy posible que Dantur haya cometido las trangresiones que se le imputan y aun más), la tramitación, acreditación de los hechos y resolución del procedimiento constituyen una auténtica oda a la arbitrariedad de la suprema autoridad fiscal de Salta.
Lo primero que salta a la vista es que la Ley Orgánica del Ministerio Público (ley provincial 7328, sancionada el 30 de noviembre de 2004 y publicada en el Boletín Oficial un mes después) no contiene sino las bases del régimen sancionador y que el llamado «régimen disciplinario» de los agentes al servicio del Ministerio Público de Salta está contenido realmente en el reglamento general (un instrumento que por nada del mundo se puede encontrar en Internet), violando así el principio de legalidad que rige con singular intensidad en el campo del derecho administrativo sancionador.
En efecto, el primero de los principios fundamentales que hoy rigen la potestad sancionadora es el principio de legalidad que tiene su origen en el artículo 8 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada en Francia en 1789 y que establece que: “La Loi ne doit établir que des peines strictement et évidemment nécessaires, et nul ne peut être puni qu’en vertu d’une Loi établie et promulguée antérieurement au délit, et légalement appliquée”.
Esta garantía, ampliamente recogida por nuestros textos constitucionales, se refiere principalmente al ejercicio del ius puniendi del Estado desde el punto de vista penal, pero casi todo el mundo sabe que este principio se ha extendido al ámbito de la potestad sancionadora de la Administración, de modo tal que la Ley debe preceder siempre a la conducta sancionada y determinar claramente (esto es, con el máximo detalle posible) el contenido de la sanción y su graduación en relación con la conducta desplegada por el agente, para responder así al antiguo principio de nullum crimen, nulla poena sine lege.
Es muy evidente que el marco general sancionador definido con bastante imprecisión por la ley provincial 7328 no satisface de ningún modo el principio de legalidad, como así tampoco cumple con el principio de tipicidad que manda a que las infracciones deban estar debidamente tipificadas y que las sanciones se encuentren previstas en una norma jurídica que reúna la triple condición de lex scripta, lex previa y lex certa.
Desde este punto de vista, no es suficiente y constituye una abierta invitación a la arbitrariedad que la ley diga que se castigará con cesantía al que incumpla genéricamente los deberes establecidos para un cargo determinado, como hace la ley salteña. La remisión o el reenvío a una norma de rango inferior, como el reglamento general, tampoco satisface esta garantía material a la que se encuentra sujeta la potestad sancionadora de la Administración.
La predeterminación normativa supone la existencia anterior de determinados preceptos jurídicos (“lex previa”) que permitan predecir con suficiente grado de certeza (“lex certa”) las conductas infractoras y conocer de antemano a qué atenerse en cuanto a la aneja responsabilidad y a la eventual sanción de que pueda hacerse merecedor el infractor. Como es obvio suponer, la garantía material que representan los principios de legalidad y tipicidad está fuertemente vinculada a la exigencia fundamental de seguridad jurídica.
La reserva de ley no solo se extiende a la tipificación de las infracciones y las sanciones sino que, de forma independiente, claramente no subordinada a la ley, alcanza también a la calificación de las infracciones por su gravedad, lo que se conoce como el principio de taxatividad. Por tanto, la ley debe definir con el mayor grado de precisión posible quiénes son los sujetos responsables y cuáles son las causas de extinción de la responsabilidad.
No se debe olvidar, por supuesto, que los tribunales de justicia han dicho que la exigencia de reserva de ley en materia sancionadora tiene una eficacia relativa o limitada en el ámbito sancionador administrativo y que por esa razón no cabe excluir la colaboración reglamentaria en la propia tarea de tipificación de las infracciones y atribución de las correspondientes sanciones, aunque esta colaboración tiene un límite claro e infranqueable, pues las remisiones al reglamento -como la de Salta- jamás pueden operar como regulaciones independientes y no estar subordinadas a la ley. La garantía formal implica que la Ley debe contener la determinación de los elementos esenciales de la conducta antijurídica y al reglamento solo puede corresponder, en su caso, el desarrollo y precisión de los tipos de infracciones previamente establecidos por la Ley.
Las ‘faltas’ acreditadas de Dantur
La comunicación web de los fiscales penales de Salta dice lo siguiente: «De un primer hecho investigado, se tuvo que Dantur mantuvo diálogos con el comisario de Apolinario Saravia, Walter Ezequiel Omar Mamaní, imputado por la presunta comisión de los delitos de abuso de armas agravado, privación ilegítima de la libertad (dos hechos), falsedad ideológica (dos hechos) y vejaciones agravadas con fines de venganza, todo en concurso real con coacción en calidad de autor. Todo esto, mientras Dantur se desempeñaba como auxiliar fiscal y daba cumplimiento a las órdenes de la fiscal Simesen de Bielke».
Es de suponer, en consecuencia, que si el exauxiliar fiscal Dantur, en vez de haber mantenido diálogos con un imputado por un delito de abuso de armas lo hubiera hecho con un imputado de genocidio transnacional, su conducta transgresora habría sido mucho más grave y reprochable desde el punto de vista del integrismo fiscal. En cualquier caso, la mención de los delitos presuntamente cometidos por el comisario Mamaní es superflua y en nada contribuye a agravar la situación administrativa de Dantur.
En el párrafo siguiente, la comunicación fiscal dice así: «De conversaciones vía WhatsApp con Mamaní, surgió que el sumariado lo asesoró, al darle su punto de vista e inclusive informarle sobre medidas probatorias producidas. Además, le ofreció la llave de la dependencia fiscal para que el funcionario policial compulse las actuaciones. Dantur también guardó silencio cuando Mamaní trató de “fanática” a la fiscal, según surgió de las pericias realizadas en los teléfonos celulares del sumariado».
Pero ¿cómo se obtuvo esta prueba? ¿De dónde proviene la certeza de la autoridad administrativa?
De la información publicada en el mismo sitio web de los fiscales penales de Salta surge con suficiente claridad que las pruebas contra Dantur en este sentido fueron obtenidas en la investigación penal seguida contra el comisario Mamaní y aun contra el propio Dantur, pero en sede judicial, no en sede administrativa.
El sumario administrativo no puede «aprovechar» las pruebas obtenidas en otra jurisdicción, por más que en ambas intervengan los mismos fiscales. Ni siquiera por razones de economía procesal. Un elemental respeto a los derechos del investigado impone que en el sumario administrativo se reproduzcan las pruebas obtenidas en el proceso judicial, si se considera que estas son conducentes y pertinentes para esclarecer las conductas investigadas en sede administrativa.
La realidad parece indicar que la intervención sobre los teléfonos del exauxiliar Dantur se ha producido en el marco de la investigación judicial del presunto delito de abuso de armas en Apolinario Saravia y no en el sumario administrativo, lo que lleva a preguntarse si este último procedimiento ha sido instruido con las debidas garantías y con absoluta exclusión de la arbitrariedad.
La ‘fanática’ no defendida
Pero lo que llama muchísimo la atención es que la comunicación fiscal (y probablemente la resolución del sumario administrativo) considere una transgresión disciplinaria merecedora de sanción el hecho de que el ilegalmente escuchado auxiliar fiscal Dantur haya guardado silencio cuando su interlocutor teléfonico calificó de ‘fanática’ a la fiscal Simesen de Bielke.
¿Dónde ha quedado la libertad de pensamiento y conciencia? ¿Estaba obligado Dantur a salir en defensa del honor mancillado de su jefa y posterior verdugo? ¿Hasta qué punto es admisible que la autoridad que sanciona a Dantur equipare su silencio con una admisión tácita de la tacha de ‘fanática’ dirigida contra la fiscal? Y si Dantur piensa, efectivamente, que Simesen de Bielke es una fanática, ¿se lo debe sancionar por ello?
Recientemente, una diputada provincial llamó «puto» y «reputo» a un ministro del gobierno, que es bastante más ofensivo que decir que alguien es «fanático». A pesar del pésimo gusto de la diputada, la sangre no ha llegado al río. ¿Por qué entonces una ofensa que solo existe en la imaginación de la ofendida y que no ha pronunciado jamás el sujeto sumariado puede sumar puntos para justificar su cesantía?
Si volvemos un poco atrás y nos fijamos en el principio de tipicidad, deberíamos buscar en las normas aplicables algún precepto que tipificara como falta grave no salir al cruce de calificativos potencialmente ofensivos contra superiores jerárquicos en el Ministerio Público. Pero una norma como esta no existe.
Inducción al error
Dice la web de los fiscales: «El segundo hecho, fue haber inducido al error a la fiscal de Derechos Humanos y al Tribunal de Impugnación, sobre la calidad de oficial o personal del teléfono celular que entregara al momento de requerírsele el dispositivo que utilizaba como funcionario del Ministerio Público Fiscal. De la investigación surgió que el celular oficial era utilizado regularmente por miembros de su familia, en tareas ajenas a su función».
Cuando una persona cualquiera comete un error, tiende generalmente a echarle la culpa a otro. «Yo no he metido la pata. Me la han hecho meter, que no es lo mismo».
Pero las cosas comenzaron a aclararse bastante cuando los fiscales se tragaron su orgullo y se vieron obligados a pedir la autorización judicial que antes no habían pedido para intervenir los teléfonos del agente investigado.
Esta sola circunstancia sirve para juzgar que el «error fiscal» no fue inducido sino que estuvo enmarcado en esa atmósfera de omnipotencia que se desenvuelve alrededor de los fiscales y que les inclina a pensar que pueden hacer con los derechos y las garantías de las personas -aun de aquellas de las que positivamente se sabe que han cometido faltas o delitos- lo que a ellos les dé la gana.
Inconcreción y arbitrariedad
Finalmente, la comunicación web de los fiscales dice lo siguiente: «Quedó acreditado que el funcionario trasgredió (sic) la Ley Orgánica del Ministerio Público 7328, en lo referido al incumplimiento de los deberes a su cargo; el ejercicio de conductas contrarias a los reglamentos y disposiciones generales o particulares dictadas por el Colegio de Gobierno del Ministerio Público; la comisión de faltas u omisiones que atenten contra la eficacia de las tareas a su cargo y que se cometan en el desempeño de sus funciones y la ejecución de conductas que atenten contra la autoridad, dignidad o decoro de los superiores jerárquicos, de sus iguales o de sus subordinados o del servicio».
Una redacción tan amplia y tan poco precisa es la madre de todas las arbitrariedades.
La resolución del Colegio de Gobierno del Ministerio Público de Salta debió precisar con el máximo detalle posible la relación entre los hechos acreditados (en el sumario administrativo, no en el proceso judicial) y las normas sancionadoras contenidas en la ley. Es decir, no se puede decir que «el funcionario transgredió la Ley Orgánica del Ministerio Público 7328» sin decir qué preceptos en concreto ha transgredido. Estos preceptos (la cita de los artículos correspondientes) es imprescindible, no solo para el ejercicio del derecho de defensa sino para aventar cualquier sospecha de arbitrariedad mediante la remisión a principios de rectitud moral más o menos generales.
Finalmente, si el silencio del agente sumariado puede considerarse «ejecución de conductas que atenten contra la autoridad, dignidad o decoro de los superiores jerárquicos» es que nos internamos en el plano de la susceptibilidad personal y asumimos el riesgo de que el amor propio tome el lugar de la objetividad y desplace a esta totalmente.
Podría haber aclarado Mamaní (o Dantur, si no «guardaba su infame silencio») que Simesen de Bielke era fanática pero de Bon Jovi, que lo mismo lo habrían echado. Todo está en el color del cristal con que se mire.
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