Las opiniones expresadas por los columnistas son de su total y absoluta responsabilidad personal, no compromete la línea editorial ni periodística de LA CRÓNICA S. A. S.
Las obviedades no se discuten, y poco se deben mencionar; pero hay que referir que Colombia en medio de su mediocridad es contradictoria en muchos aspectos, y la justicia y sus formas de impartirla así lo evidencian. Es este un país cuyos pilares son la justicia, el bien común y la igualdad; así lo sentencia en su artículo primero la Constitución Política: “Colombia es un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del interés general”. No obstante, lo que predomina es la corrupción, la impunidad y la inseguridad jurídica; la realidad desborda los límites del pensar y razonar, hay normas, leyes, sentencias y jurisprudencia en todos los contextos y para todos los delitos posibles. Tal vez por eso en los últimos 25 años los juzgados, tribunales y cortes se han saturado con cantidades desbordadas de procesos que no alcanzan a ser atendidos adecuadamente por quienes imparten justicia, dando paso a fallos con una enorme carga de injusticia, inequidad y desigualdad, lo que ha ocasionado entre los ciudadanos incertidumbre y desconfianza en la institucionalidad procesal y en los abogados; pues en la mayoría de episodios de corrupción los grandes protagonistas han sido jueces, fiscales, magistrados de tribunales y de las altas cortes; asesores jurídicos y litigantes, quienes quieren convertir el sistema acusatorio penal, en una estructura corrupta de tráfico de influencias, que subasta al mejor postor fallos “ajustados” a los requerimientos del “comprador”, como si se tratara de un cartel mafioso de inmorales togados, jueces de garantías y fiscales “complacientes”, envileciendo el honroso ejercicio del derecho y la justicia. Llegó la pandemia y agudizó el deterioro del sistema judicial, pues sin ningún tipo de planeación fueron cerrados muchos juzgados, se suspendieron los términos procesales y los juicios; literalmente la justicia se detuvo, y cuando activaron las audiencias virtuales, no tuvieron en cuenta a expertos en sistemas para establecer protocolos básicos ante posibles fallas en la conectividad, para la ubicación de cámaras externas y de los dispositivos digitales, y para la iluminación de los recintos, que garantice transparencia en los procesos, los cuales se deben grabar y etiquetar para posteriores análisis y revisiones si son necesarias. Es por eso que, los administradores de justicia, tienen que asumir con responsabilidad la virtualidad jurídica, para hacerla más dinámica con plataformas privadas, no comerciales que facilite el trabajo eficiente de jueces, fiscales, ministerio público y defensores; es prioridad digitalizar los expedientes para su uso electrónico. Por fortuna el confinamiento resultó ser un eficaz indicador, para medir la nula capacidad resiliente y de transformación del poder judicial, puso en evidencia su obstinado apego a la mediocridad, la incompetencia y la corrupción; trata con desdén los procesos de modernización, fomenta una discrepancia innecesaria entre oralidad y digitalización.
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